Publicado el 05 de Junio de 2020
Autor: Guillermo César Gómez
Las legiones romanas llegaron para traer la tradición del vino de las grandes ánforas, ese que en la superficie hace flotar un sombrero de oliva para no oxidarse.
En sus antiguas bodegas todavía cantan sus paisanos haciendo elevar una vocal, para hacerla tremer en el aire solitaria, como lo hacían los musulmanes.
Su centro urbano es el espacio agraciado de las casas pintadas con cal, sus calles de piedra crean un contrapunto, una fuga musical en la memoria.
En la comarca de las tejas de dos aguas, todavía se hace el vino como en los tiempos de los emperadores romanos. Panzones cántaros fermentan el vino en sus vientres, y todo el cósmico proceso se cumple dentro de ese milenario recipiente.
No usan para su evolución, ni levaduras, ni sulfitos, ni clarificadores. Pasados los meses por el grifo de abajo de la enorme ánfora sale el vino más puro y natural del mundo.
La agraciada comarca de Alentejo ocupa tres pequeñas colinas, una en el centro con una pequeña plaza ajardinada. Allí las moradas se irguieron adaptándose al suelo, y en el lugar se destacan dos modestas elevaciones en los extremos, donde dos iglesias blanquísimas protegen al pueblo como centinelas.
Un viajero dijo: Una vez en la vida hay que beber el vino de Vila Alva y caminar encantado por sus calles largas y sinuosas.
Y es verdad, si quieres beber el vino del pueblo más blanco de Portugal, si persigues esa bebida, que disfrutaron las legiones del Senado Romano, si aspiras ese vino que dejó a los islámicos atados a sus pecadores encantos, debes conocer esa tierra lusitana.
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